Petrus Borel, el licántropo
Prólogo a la primera edición en español de Champavert. Cuentos Inmorales, de Petrus Borel. Juárez Editor, Buenos Aires, 1969. Traducción y notas: F.W. Incluido, con modificaciones en Los hijos del Cielo y de la Tierra (Inédito). Otro estudio sobre Borel (Petrus Borel, un romántico surrealista) fue publicado en Testigo, N° 5, septiembre de 1970, revista dirigida por el poeta Sigfrido Radaelli.
Un cupido, una pareja que se abraza, plantas tropicales, un gondolero que hunde a una mujer desnuda en el agua, una multitud sublevada, una linterna, una lechuza y la guillotina; la pluma en el tintero y un puñal; un cofre abierto; hojas de papel dispersas; un telón que se levanta; un libro con el título Rhapsodies; el cráneo de una calavera. Y en el centro, presidiendo el conjunto, un medallón oval, rodeado por una piel de lobo, desde el cual miran los ojos de un joven de barba negra y frente alta como un patíbulo: Petrus Borel, el Licántropo. El hombre es bello y triste, el lobo, una envoltura marchita. Así lo representó el aguafuerte de Adrien Aubry para la primera edición, publicada en Bruselas, de Champavert. Cuentos Inmorales.
Teófilo Gautier y Baudelaire sintieron la necesidad de evocarlo, de describirlo, como si su imagen física, su extraña figura, su nombre de reminiscencias medievales, y hasta su barba provocativa en el París rasurado de la época, fueran el complemento necesario de su obra.
Luis Boulanger, amigo de Victor Hugo y retratista de los románticos, lo representa de cuerpo entero, alto, escuálido y sombrío en su traje negro de levita, con la mano apoyada sobre la cabeza de un gran perro ovejero. Sus ojos tienen algo del águila y el cuervo, coincidiendo con la descripción que Petrus Borel hace de sí mismo.
Su personalidad aparece rodeada de escándalo en el París literario de 1830; brilla un momento dirigiendo las huestes románticas, y desaparece. Su agresividad provoca la ira de sus contemporáneos, su sensibilidad y originalidad, que no encajan en ningún género literario de la época, le niega el lugar que debía ocupar en la historia de las letras. Es olvidado e ignorado en vida como tantos otros artistas solitarios a quienes falta el requisito que Zola consideraba indispensable para destacarse: haber nacido a su tiempo. Los surrealistas lo redescubren en nuestros días y lo hacen suyo. Los críticos se ensañan con él en vida y después de muerto. Lo llaman bufón y frenético. Albert Thibaudet, en su historia de la literatura francesa, lo califica de truculento, decadente, impotente. Son los mismos que a todo artista rebelde le aplican el mote de inmaduro, los mismos que tildaron de “loco” a Lautréamont y de “estéril” a Mallarmé. El reconocimiento de Petrus Borel tardó en llegar, necesitó una época que, afín con su espíritu, sintiera su desequilibrio, su rabia.
Baudelaire atribuye el eclipse de Borel a la mala suerte, aunque menciona también las particularidades de su espíritu exaltado, desmedido, intransigente, su pasión revolucionaria, democrática, su “naturaleza mórbida, enamorada de la contradicción por la contradicción misma”. Le reconoce un talento verdaderamente épico en su obra Madame Putifar. André Breton coincide en señalar que Madame Putifar alienta un vuelo revolucionario pocas veces igualado en la literatura de todos los tiempos. Califica a Champavert. Cuentos Inmorales de “libro sin par, mistificación lúgubre, burla de una terrible imaginación”.
Entonces, la mala suerte no explica esas omisiones del éxito, esos derrumbes, esos silencios, ese mutismo de veinte años entre su última obra, publicada en 1839, y su muerte, producida en 1859. Es difícil hallar las motivaciones de esos silencios tan insondables como la vida misma. Admitamos pues que la única cronología valedera de un artista es la de su obra conocida. Lo demás, llámese silencio o suicidio, es el holocausto que todo creador hace a su condición trágica, prometeica. Es su auto inmolación.
En la “Noticia sobre Champavert”, que precede a los Cuentos Inmorales, Petrus Borel da algunos datos de su vida atribuyéndolos a su personaje de ficción y delinea las condiciones, la sustancia, del creador demoníaco. Comprobamos que en el licántropo, un nombre y un tipo que aporta Borel a la iconografía romántica, la ferocidad del hombre-lobo es una máscara que lo protege del mundo exterior, una ruda corteza que oculta su interior de mágica sensibilidad. “Ser sensible, es decir, superior”, dice Borel. “Por delicadeza yo perdí mi vida”, dirá Rimbaud. El romanticismo trae esa excluyente conciencia de la superioridad del arte. Pero también de su soledad.
Otros solitarios, Herman Hesse, Henry James, Kafka, se metamorfosean en el animal que quisieran ser para escapar a su pobre condición de hombres cercados, aislados. Es la forma de huir de sí mismos.
Petrus Borel, como hombre-lobo, es clarividente sobre su destino trágico. Refiriéndose a su primer libro, Rhapsodies, publicado en 1831, cuando tenía veintidós años, afirma: “Una obra como esa no tiene segundo tomo: su epílogo es la muerte”. Es verdad que todavía publicó otras dos: Champavert. Cuentos Inmorales (1833), y Madame Putifar (1839). Pero aquellas palabras resultan premonitorias y el “Testamento de Champavert”, con veinte años de anticipación, parece delinear el curso posterior de la vida de Borel. La miseria, cercándolo, lo expatriará a Argel, donde un destino similar al de Rimbaud lo aleja de la literatura y lo sume en las tareas anuladoras de un pequeño cargo administrativo obtenido por los buenos oficios de Gautier. Despedido del empleo, el hambre le hace bajar un peldaño más y lo obliga a trabajar la tierra como labrador. Hasta que el sol implacable, del cual se negaba a protegerse, le provoca el ataque de insolación que causa su muerte. Recordemos, para comprender su drama, la primera parte del cuento “Champavert” dedicado a Jean Louis Labrador, donde se burla de los seres que se dedican a labores sedentarias, que dejan de ser sediciosos.
El hambre de Borel
Gautier afirma que “le parecía natural morirse de hambre”. Sin embargo, algunas amargas poesías del poeta sobre su hambre parecen atestiguar lo contrario. Además, el hambre de los veinte años puede ser bohemia, pero a los cincuenta, es una militancia de insumisión, de moral austera, de desafío. Petrus Borel se mantuvo fiel a sí mismo hasta el fin, hasta en su hambre, fiel a su imagen de licántropo, de hombre-lobo.
Teófilo Gautier, cronista insustituible de los momentos iniciales y heroicos del Romanticismo, evoca a Borel en dos capítulos de rico colorido, en sus recuerdos de la bohemia romántica, mal llamados por sus compiladores Historia del romanticismo. Surge su figura original, junto con su inseparable doble, Jules Vabre, el “compañero milagroso”, en el sótano desnudo que les servía de vivienda y de punto de reunión del Petit Cenacle (Pequeño Cenáculo), fundado por Borel y Gerard de Nerval, en 1830, en el cual, además de escritores, participan artistas, grabadores, arquitectos. El mismo Borel, antes de iniciarse en las letras, había practicado la pintura y la arquitectura. Todos integraban el movimiento de los Jeunes-France (Jóvenes-Francia), que libraron las batallas campales del romanticismo contra el clasicismo, noche a noche, durante las representaciones de Hernani, de Victor Hugo. “Hay en todo grupo -dice Gautier- una individualidad pivote alrededor de la cual las otras se insertan y giran como un sistema de planetas alrededor de un astro. Petrus Borel era ese astro; ninguno de nosotros intentó sustraerse a esa atracción”. Pero las jefaturas juveniles son efímeras y dejan un sedimento de amargura, cuando no de hastío. Todavía se reunían los Jeunes-France en los ágapes orgiásticos con que despedían a alguno de los suyos que se alejaba hacia otros destinos, pero ya Petrus Borel no estaba entre ellos. Había iniciado su camino de soledad y olvido.
El aporte del Petit-Cenacle a la vida literaria no fue sólo organizar la lucha por un nuevo orden artístico. Por primera vez los intelectuales se apartan de los estrados oficiales, aparecen como una fuerza independiente y puesta al Estado y sus clases dirigentes. La fórmula de Gautier “el arte por el arte”, tan vilipendiada, tiene ese sentido de diferenciación y se convierte en una bandera bajo la cual militan escritores y artistas de las ideas más dispares. La participación de los artistas plásticos en el movimiento trajo -según Gautier- importantes consecuencias. “Una cantidad de objetos -dice-, de imágenes, de comparaciones, que se creían irreductibles al verbo entraron en el lenguaje y quedaron en él”.
Sabemos, por referencia de Baudelaire, que Petrus Borel, como Gerard de Nerval, sintió esa fascinación de la inagotable aventura lingüística hasta extremos obsesivos en la búsqueda de las etimologías y de la tipografía, lo que en su época podía mover al comentario irónico, pero que hoy resulta muy seria a la luz de los aportes de Apollinaire, los letristas, etcétera. Gautier también tiene curiosas anticipaciones dadaístas en sus romans goguenards.
La ruptura de las formas se inicia como un desafío a la sociedad burguesa. Una sociedad de triunfadores, sí, pero ¿a costa de qué, de quiénes? Es lo que los artistas van a descubrir mientras los sociólogos y los políticos anotan en cifras las ventajas del régimen. Los artistas están entre la nada y el infierno. Y lo excesivo es el signo del tiempo artístico mientras la conciliación reina en el tiempo político-social. En la sociedad de 1830, en crisis, flotan los restos de todos los naufragios, antiguo régimen, revolución, imperio, restauraciones diversas, cuyo signo es la inestabilidad. Lo nuevo es la revolución de los intelectuales.
Las nuevas generaciones irrumpen, anhelantes de absoluto, rebeldes e iracundas, sin compromisos ya con el pasado y sintiéndose jueces de él. Apenas cuarenta años la separan del estallido de 1789, pero el tiempo revolucionario ha precipitado los siglos en años y les es dado contemplar, como en una pantalla panorámica, proyectados simultáneamente, pasado y futuro, les es dado palpar los resultados alarmantes de un nuevo régimen tan opresor como el antiguo. Los artistas y la juventud, desengañados, lanzan sus invectivas contra la nueva sociedad, contra la miseria y la nueva opresión, se vengan de ella por el sarcasmo y la burla, descubren su sordidez, su moral hipócrita. El burgués es estudiado con una lente ampliada, caricaturesca. Los escritores de las más diversas tendencias políticas o artísticas, dandys y busingos, republicanos y monárquicos, católicos y ateos, repentinamente unificados por ese odio, ponen al desnudo los horrores de la nueva sociedad que arrolla a los pequeños y muestra su verdadero rostro: la mediocridad. “El infierno es la sociedad”, exclama Barbey d'Aurevilly. Y Baudelaire expresará el anhelo de todos: “Si la acción fuera hermana del sueño...” Pero no lo es, y el vacío de la acción produce ese estado de ánimo particular de la primera mitad del siglo XIX. El vacío, la nada. Todavía no es deidificada, no es la “divina nada” de Leconte de Lisle. Es la angustia de un estado de crisis de fe, de crisis de autoridad.
Petrus Borel expresa con intensidad el estado de ánimo de esa juventud virulenta, desilusionada, pero revolucionaria, que está con una Revolución, no con un Código. Anímica y temperamentalmente, Petrus Borel es un escritor generacional. Su tema es el tiempo, el vacío y la muerte, en las versiones que la época le ofrece a manos llenas: lo horripilante, lo cruel, lo grotesco.
Edgard Quinet, antiguo protagonista de la Montaña jacobina, al escribir su historia de la Revolución Francesa, consigna sorprendido el vacío y el escepticismo que afecta a la intelectualidad de la época, en contradicción, al parecer, con la euforia provocada por el pujante avance de la técnica y la economía. Es que la máquina a vapor había adormecido bastantes conciencias. Pero los artistas no se engañan. En el cuento “Passereau, el estudiante”, Borel alude irónicamente a “ese progreso con botas de siete leguas”. Una sutil referencia a la ola de suicidios pone las cosas en su lugar. Y la comparación con los suicidios del siglo III da al fenómeno una proyección histórica.
Como dato curioso, descubrimos en los romans goguenards, de Gautier, varios relatos con personajes y diálogos textuales a los de “Passereu, el estudiante”. Ambos son evidentemente documentales. Pero los relatos de Gautier se quedan en la crónica ligera mientras el de Borel, con su rica imaginación y su fuerte carga de humor negro, resulta una pieza antológica.
Petrus Borel se declara romántico, republicano y saintsimoniano. (Introducción a Rhapsodies). Sobre su romanticismo especifica que nada tiene de común con el quejumbroso espíritu a lo Chateaubriand, estereotipado en moda por los petimetres del período postnapoleónico. Su republicanismo, más que una definición política tiene la dimensión y superación que la época da a todos los términos, un sentido individual, un anhelo de libertad, de romper las normas que la sociedad impone al individuo. En esto, como en el ataque a la sociedad, hay una aparente vuelta a Rousseau, pues todos los retornos son aparentes en la Historia. Los artistas de la década de 1830 superarán la formulación general de Rousseau, contra la sociedad como corruptora del hombre, acusando a una sociedad concreta, la sociedad burguesa. Esto explica también que el sentido de justicia, que aportan los saintsimonianos, primará en el espíritu de la época, que se vuelca a las calles, a las ciudades, para observar el fenómeno no nuevo pero sí intensificado de la miseria y el vicio. Y puesto que la sociedad burguesa se identifica con el bien, los artistas serán el mal. Si la clase triunfante necesita del realismo rosa, ellos desarrollarán al máximo el arte de lo fantástico, de lo imaginario, de lo irreal, de lo anormal, donde pasado y presente se mezclan en aleaciones nuevas, de trascendencia insospechada. En medio de todo este arte en movimiento, Petrus Borel asume su naturaleza demoníaca en el licántropo, un Prometeo encadenado a la época. Salvaje, rebelde, aquejado de languidez y spleen, anhelante de justicia y libertad.
Los Cuentos Inmorales son polémicos, agresivos, con un estilo a veces poético, a veces panfletario, afichesco y lúcido que saltando siglo y medio, entronca con la literatura actual. Los diálogos, cortantes y sin acotaciones del autor, sustituyen a las largas descripciones que caracterizan el estilo de ese período, creando un clima, una atmósfera y tienen una autenticidad desusada en la literatura romántica, cuya afectación es uno de sus mayores males.
“Seamos menos elegíacos” o “tu, mi salvaje”, palabras que se intercambian los amantes del cuento “Champavert”, resumen la tónica de Borel, desprovista de sentimentalismo, deliberadamente opuesta a lo patético y melodramático. Su truculencia lúcida es un revulsivo de la conciencia dormida.
En el cuento “Three Fingered Jack”, especie de tratado de la licantropía, también hay un aparente retorno a la naturaleza de tipo roussoniano, pero Borel, como los románticos alemanes, busca lo telúrico, las fuerzas mágicas y sobrenaturales que subyacen en el artista creador, con su sedimento de herencia y mito. Es el mundo primitivo que Borel busca en los pueblos coloniales sometidos, como los negros de las Antillas, o en los pueblos perseguidos, como los judíos de Lyon, o en la vida de la civilizada París.
Imágenes tales como el padre enfurecido agarrando el cuchillo por la hoja y golpeando con el mango, o la de la pobre hambrienta royendo las tapas de un libro, son verdaderos gags maestros por el absurdo. Los temas de la mujer seducida y del infanticidio, típicos del romanticismo, especialmente del alemán del Sturm und Drang, aparecen en “El acusador público” y “Champavert”. La confusión de sentimientos y la ambigüedad de las acciones, sobre todo de la muchedumbre, prevalecen en “Vesalius, el anatomista” y “Dina, la bella judía”, donde la actitud del “pueblo-cordero”, manejado con fines turbios en el primer caso, o la justificación de un crimen horrible con argumentos de justicia en el segundo, evidencian el trastrue que de valores de una época de conmoción social.
En la historia de la literatura, Petrus Borel queda como un escritor “extraño”. Palabra que en la actualidad es casi el pasaporte indispensable que muchos falsifican y que él puede ostentar con derechos auténticos.
Petrus Borel d'Hauterive nació en Lyon, el 30 de junio de 1809, y murió en Mostaganem, Argelia, el 14 de julio de1859.