Una mujer políticamente incorrecta
En torno a La Casa Modesa, de Fina Warschaver (*)

por Oscar Taffetani

Se lee en la solapa de la primera edición de La Casa Modesa (Lautaro, 1949): “El nexo común de los cuentos es una idea: la idea del hombre actual, perseguido, acorralado, muchas veces inhibido por fuerzas sociales, por vivencias pasadas, por la angustia de un mundo desintegrado, por torturas psíquicas y morales...”.

El libro comienza, pues, con un error. Un error no salvado por ninguna fe de erratas, simplemente porque en 1949 ese pequeño error no era un error, sino la regla, la ley, el consenso social, la cultura dominante.

Cincuenta y cinco años después, podríamos salvar ese error. Ahora sí podríamos escribir en la solapa de La Casa Modesa, de Fina Warschaver: “El nexo común de los cuentos es una idea: la idea de la mujer actual, perseguida, acorralada, muchas veces inhibida por fuerzas sociales, por vivencias pasadas, por la angustia de un mundo desintegrado, por torturas psíquicas y morales...”

Se trata de un simple cambio de género: dejar de hablar del “hombre” como representación del género humano (y a la vez como sinónimo del varón, del macho de la especie, del rey de la creación) y pasar a un denominador más preciso, más nítido. Porque La Casa Modesa es el monólogo interior de una mujer. Es la neurosis, la paranoia, el terror y el deseo de una mujer.

No es la mujer universal, porque eso no existe. Ni el estereotipo de una “Molly Bloom” retozando por los prados del subconsciente, mientras a su lado una criatura del otro sexo, no menos atribulada, no menos desvalida, ronca o jadea. No. La mujer de La Casa Modesa se parece mucho a Fina. Tiene los rasgos de Fina, las fantasías y temores de Fina, la exasperación de Fina.

Toda la literatura de Fina Warschaver -nos animamos a decir- se le parece. Esto que suena obvio o tautológico cuando hablamos de ensayos, de poemas y de cartas, no lo es cuando examinamos una obra de ficción.

Los libros de Fina -libres del “garciamarquismo” y de cualquier moda de las que hicieron estragos en los ’60, desbaratan hoy cualquier intento de asimilación a lo que se conoce como literatura femenina. A la vez, nos abren la puerta de un pequeño, nítido y trascendente universo femenino.

Eso mismo que nos llega a ráfagas cuando leemos a Emily Dickinson, a Virginia Woolf, a Katherine Mansfield, a Mary Mc Carthy, a Simone de Beauvoir o a la Yourcenar; eso que nos llega, más cercano, desde los textos de Alfonsina, de Silvina Ocampo, de Alejandra Pizarnik o Susana Thénon, también nos llega desde Fina Warschaver, una mujer políticamente incorrecta, para la época de la cultura argentina -y de la cultura de izquierda, en particular- que le tocó vivir.

Nacimiento de un libro

El mundo asistía, en el comienzo de la segunda posguerra (que fue a la vez, recordemos, el comienzo de la guerra fría) a un inédito entramado de conflictos en el campo de las ideas. Distintos órdenes jurídico políticos, distintas legalidades y códigos convivían, de manera inestable y cambiante.

Para los militantes comunistas de los países capitalistas occidentales -centrales o periféricos- el conflicto se traducía en una permanente doble vida: la que por un lado les posibilitaba la integración y supervivencia en un medio social determinado y la otra, conspirativa, regida por las reglas de la lucha revolucionaria para cambiar el orden establecido.

En la Argentina de fines de los ’40 -es decir, la Argentina de la consolidación del peronismo- se vivía el reflejo inmediato de las políticas de la guerra fría. A la caza y persecución de maximalistas y bolcheviques instituida como práctica habitual en los ’20 y los ’30, le seguían la proscripción de las organizaciones de izquierda (en el contexto del hostigamiento a toda la oposición política), el encarcelamiento de dirigentes y también la tortura y eliminación de militantes, tarea encomendada a la Sección Especial y otras reparticiones policiales de cándidos e insospechables nombres.

Fina Warschaver fue detenida el 1 de enero de 1945, durante un encuentro furtivo con su marido, el dirigente comunista Ernesto Giudici, que vivía en la clandestinidad desde el golpe de 1943. Su hijo Alberto lo recuerda así:

“Se habían citado en un punto y habían tomado el tranvía, pero sentían que los estaban siguiendo. Entonces se bajaron del tranvía y se metieron en un cine. A los 10 ó 15 minutos, se prendieron las luces del cine y entró la policía por ambos lados. Allí los detuvieron. (...) Mi vieja estuvo por un mes en el Asilo San Miguel, que era un lugar de detención para contraventoras, linyeras y prostitutas, donde también estaba alojado un centenar de presas políticas. Y mi viejo pasó diez meses en Villa Devoto. Tengo clara la imagen de cuando los dos chicos -mi hermana y yo- tuvimos que ir a casa de los abuelos, como también la imagen del momento en que mi vieja salió en libertad y vino a buscarnos, y la imagen de las visitas a mi viejo en la cárcel...”

Las vivencias de una mujer pensante, perteneciente a la pequeña burguesía ilustrada, que de pronto debe compatibilizar las prácticas y valores de su clase con otras prácticas y otros valores surgidos de experiencias límite como la prisión, la militancia clandestina, la solidaridad con los detenidos y fugitivos o el trabajo de agitación y propaganda en las barbas del verdugo, conforman la “masa crítica” que da origen a los cuentos -que podrían leerse como capítulos de una misma novela- reunidos enLa Casa Modesa.

Escrito en 1946-47, el libro fue incluido en la colección El Viento del Mundo de la editorial Lautaro, encomendada al escritor uruguayo Enrique Amorim. Apareció en el otoño de 1949 y pronto fue reseñado con elogios en los principales medios gráficos del país: Crítica, Noticias Gráficas, La Nación y Clarín, entre otros.

De las reseñas publicadas, elegimos la que apareció sin firma en el diario La Capital de Rosario, el 22 de agosto de 1949. Es un modelo de concisión y claridad en el abordaje de una obra nada fácil de leer:

“La autora de El retorno de la primavera nos ofrece ahora un cautivante reflejo del mundo actual, a través del temperamento y las reacciones de su personaje femenino central, neurótico y cambiante, dolorido, temeroso y audaz al mismo tiempo. (...) pocas veces es dable encontrar el estado de neurosis femenina expuesto con mayor fidelidad y tonos más certeros para alcanzar la sensibilidad del lector, como en este nuevo libro de FW. Bastará para probarlo la lectura de “Angustia”, capítulo que sobrecoge por la exactitud de su pintura...”.

“Esos arrebatos desesperados se reflejan en los relatos Suicidio por un piso encerado y Suicidio por un lápiz perdido, este último verdaderamente notable. Merece mención también Más allá del recuerdo (homicidio), que muestra una familiaridad no corriente con el psicoanálisis y la psicología profunda. (...) Los dos incendios es extraordinariamente certero en su intento de comunión con ciertas doctrinas político sociales del momento actual, perseguidas y proscriptas, con las del cristianismo primitivo, igualmente perseguidas por el estado romano (...) FW se revela, pues, como una autora de condiciones excepcionales, que podrá darnos, quizás, una gran novela de nuestros días”.

Disculpará el lector la extensión de la cita, pero de ella se desprenden no sólo las virtudes de La Casa Modesa, sino también el clima de “caza de brujas” en el que debían trabajar, en los tiempos del consolidado justicialismo, hasta los reseñadores y comentaristas literarios.

Proceso a un libro

Sin embargo, esa segunda obra, ambiciosa, de Fina Warschaver, que había sido bien recibida en los medios gráficos y los círculos literarios del país, fue censurada -hacia adentro- por el Partido Comunista Argentino, y desaconsejada su lectura a los militantes y “amigos”.

¿Por qué? Presumiblemente (nunca fueron desclasificados los debates del comisariado político cultural, como para afirmarlo con certeza) La Casa Modesa presentaba una desviación psicologista y subjetivista, algo que no podía permitirse -en pleno auge del realismo socialista soviético, acotemos- a una militante del Partido, que era además la esposa de un respetado dirigente.

Los argumentos, imaginamos, debieron de ser los mismos que se esgrimían en la URSS contra talentos de la talla de Boris Pasternak y Ana Ajmátova; los mismos que aún hoy se emplean en Cuba para censurar la creación artística y literaria: “nos debilita frente al enemigo”, “da una imagen negativa del militante revolucionario”, “no es ejemplar ni moralizante”, etcétera.

Algunas cartas conservadas en el archivo de Fina, exhumadas hoy por su hijo Alberto, nos permiten verificar, a más de medio siglo de los hechos, esa hipótesis.

La primera es de Simón Contreras, quien al parecer intervino en un debate al que la autora de La Casa Modesa -es decir, la primera interesada- no fue invitada.

Dice Contreras, en octubre de 1949: “Estimada Fina: he leído su novela de un tirón, es decir, interesado por su texto y apresado por el mensaje dramático que de él trasciende más allá aún de la voluntad de creación. Creo que realiza Usted un verdadero aporte a nuestra literatura y le considero la mejor entre los escritores de nuestro Partido, incluyéndome con honor, por supuesto...”

“Entiendo sin vacilaciones -dice en otro pasaje- que el ser comunista es históricamente valiente, pero me opongo resueltamente a participar de la creencia suicida sobre su inmunidad para temer, como cualquier otro ser humano, ante posibilidades que involucren el propio quebrantamiento físico o la pesadilla moral relacionada con el sufrimiento de seres amados. He analizado con celo de camarada y honestidad de poeta la presunta exaltación del miedo que alguien trata de consignar entre sus páginas. Sostengo sin vacilaciones que es más revolucionario que insistir en una literatura épica de propaganda, que no aporta más que el relato objetivo de acontecimientos heroicos difundidos con saturación por el periodismo...”

Otra carta que seleccionamos fue escrita por Gerardo Pisarello, en septiembre de 1968: “Estimada Fina: cumplo con tu pedido y lo prometido, enviándote la notita que preparé en cierta oportunidad, en la que una de tus novelas era tema de polémica...” (obsérvese que Pisarello recién da a conocer esa opinión a Fina a veinte años de los hechos). Como recordatorio, en el margen del texto crítico de su amigo Pisa, Fina anotó: “Discusión sobre La Casa Modesa en el P. sin mi participación. No se me invitó...”

“En la novela de Fina -escribe Pisarello- predominan las sensaciones de angustia y de impotencia de una mujer de clase media sitiada por una realidad. No hay falsedad en ello, que sería lo condenable. Que otro personaje de mujer pudiera reaccionar en otra forma, se comprende fácilmente, pero esto no quiere decir que una obra literaria, por el hecho de ser de un militante comunista, no debe registrar más que este tipo psicológico de personaje. ¿Por qué se ha de exigir esa unilateralidad? Exigirlo sería mutilar la libertad creadora que necesita para reflejar su mundo de experiencia un escritor o un artista (...) Hay que juzgar el libro de Fina por lo que tiene, no por lo que cada militante o lector hubiera preferido que ella hiciera (...) Si yo tuviera que sintetizar mi juicio sobre la novela de Fina, diría que no termina de gustarme, pero no juzgándola desde el punto político en que se colocan muchos compañeros, sino, sencillamente, porque tengo la impresión de que no está plenamente realizada...”

Por último, en esta discreta indagación sobre un caso de censura ideológica contra una mujer, en el seno de una organización “revolucionaria”, citemos pasajes de una carta que la misma Fina Warschaver envió en 1960 a Héctor Agosti, director de los Cuadernos de Cultura, protestando por la mala costumbre de no invitarla a los debates:

“Estimado Héctor: con sorpresa y también con indignación veo en Cuadernos la mesa redonda de la que se me ha excluido. Respeto y estimo la obra de los camaradas que la han integrado, pero no me creo inferior a ellos (...) A diferencia de otros escritores y artistas que soslayan la militancia cuando hacen sus obras, yo nunca he disociado ambas. Por eso, hasta un crítico de la burguesía (La Nación) pudo decir de La Casa Modesa que yo intentaba un “arte revolucionario”. En efecto, así era. (...) ¿De dónde proviene, pues, este olvido o como se le quiera llamar, que reitera otros muchos que se repiten con molesta insistencia?...”

Y concluye: “Nada de esto alienta a proseguir; pero uno sabe que todo esto es demasiado humano y sigue adelante, porque tiene una conciencia insobornable que no quiere claudicar”.

Los comisarios y la escritora

En el número 43 de los Cuadernos de Cultura, aparecido en la primavera de 1959, se publica una síntesis del debate “Marxismo y Psicoanálisis”, convocado por la citada revista a propósito del libro Psicoanálisis y dialéctica materialista, de José Bleger. Participaron de la discusión, entre otros, los camaradas Emilio Troise, Héctor Agosti, César Cabral, José Itzigsohn, Atilio Reggiani, Julio Luis Peluffo, Juan E. Kusnir, Alfredo Dratman y, por supuesto, el acusado: José Bleger, a quien en dos oportunidades se dio derecho a hacer su descargo.

La hipocresía que campea en la crónica de ese debate, firmada por un tal Espectador, queda de manifiesto en el párrafo final: “Al concluir la reunión, el camarada Bleger agradeció la contribución que los participantes habían llevado al debate y dijo que, aún sin haber sido convencido, meditaría sobre los argumentos vertidos...” (no pudimos enterarnos si José Bleger alguna vez fue convencido por los argumentos de sus camaradas, aunque sí sabemos que el libro, editado por Paidós, se distribuyó normalmente, antes y después del debate).

Fina Warschaver, que en ese mismo número de los Cuadernos publica el artículo “Confrontaciones literarias para el conocimiento de China”, no participó de la discusión sobre marxismo y psicoanálisis. Era lo habitual.

Tampoco participaron intelectuales-mujeres de la talla de Marie Langer o María Rosa Oliver. No. Ese lugar, en los Cuadernos de Cultura, estaba reservado a los hombres, aunque esos hombres fueran pobrísimos repetidores de las teorías de Pavlov, preocupados más por expresar la línea partidaria del PCA que por desentrañar verdaderos saberes o conocimientos.

Paralelamente, en los Estados Unidos, las ideas del “herético” Wilhem Reich -un explorador de la confluencia entre marxismo y psicoanálisis- cayeron bajo la lupa de la Comisión Mc Carthy, que terminó encerrando en hospitales psiquiátricos a Reich y a sus seguidores y quemando sus libros. He allí uno de los casos de inquisición moderna en que comunistas y anticomunistas, soslayando la guerra fría, se daban la mano.

La Casa Modesa comete el pecado de cruzar las épocas históricas y mostrarnos que la lucha entre el Estado, su religión oficial y su pensamiento único por un lado y las ideas revolucionarias por el otro, puede establecerse eligiendo como campo de batalla la cabeza de una mujer. Por esa herejía fue castigada, en un arrabal del Imperio, en 1949, la escritora Fina Warschaver.

Medio siglo después, los nombres de los comisarios políticos marchan irremisiblemente al olvido. Y resurge de los cajones de un viejo escritorio, desde papeles y manuscritos inéditos, el luminoso recuerdo de Fina, su rebelión y su profundo deseo, que merece ser cumplido.


(*) Artículo escrito para Everba. Oscar Taffetani (Bahía Blanca, 1953) Periodista y escritor. Ha editado páginas y suplementos culturales en los diarios La Razón y Nuevo Sur. Dirigió el semanario cultural Las palabras y las cosas. Fue cronista itinerante de la revista dominical Nueva, secretario general de redacción de la revista Quinto Poder y del diario web Nuevo Siglo Online. Se han publicado artículos suyos en Everba, Vuelta, Unomasuno, Casa de las Américas, Fin de Siglo, Todo es Historia, Teatro2 y Psyché, entre otras. Ha publicado en colaboración el ensayo El Menemato (LetraBuena, 1991) y es autor de San Isidro es distinto (Mompracem), La Pampa hacia el tercer milenio (Manrique Zago) y El libro de nuestras raíces (Julio Moyano).